Esta historia es tan increíble, que merece ser contada.
En las costas meridionales del Mar del Norte, esto es la costa que va desde Skagen, la península donde se chocan el Báltico y el Mar del Norte, hasta Ostende, la del Norte, vive un camaroncito minúsculo cuyo nombre en latín es Crangon crangon, en francés crevette grise y en castellano no sé. En realidad, cuando un animal o una planta tiene el mismo nombre dos veces es la versión original o más común de su género, así que probablemente este sea el camarón más común de todos.
El tal camaroncito, que no es de color rosado-anaranjadito sino medio gris-amarronado y que pelado mide más o menos unos 15 milímetros, es una de las especialidades de la cocina belga, de la que yo soy totalmente fanática. Sin embargo, el crustáceo – que es ingrediente principal de uno de los clásicos de los restaurantes de Bruselas, el tomate-crevettes, que se sirve como entrada– jamás me había llamado demasiado la atención, aunque a uno de mis hijos se le iluminan los ojitos cuando escucha hablar de ellos.
No me habían llamado la atención hasta ahora, porque desde que me enteré el camino que sigue el bicho desde el mar hasta la mesa, o mejor dicho hasta los estantes de los supermercados, los voy a empezar a tratar con más respeto, casi con reverencia, por más común que sea.
El caso es que el Crangon crangon duerme de día enterrado en la arena para no ser víctima de los depredadores y sale a nadar por la noche, cuando es víctima del mayor depredador del Planeta Tierra en su vertiente "pescador". Apenas pescado, se los cocina de a miles en agua de mar, se los enfría en la misma agua de mar y se descargan en los puertos de las costas danesas, holandesas y belgas donde se los mete en un camión refrigerado que los lleva a ¡Marruecos! para que los pelen.
Pelar camaroncitos grises no es fácil y parece ser que hecho por manos poco hábiles termina en un desperdicio. Qué manos más hábiles entonces que las de miles de mujeres marroquíes, entrenadas por siglos de atar con destreza y paciencia los nudos de las alfombras y los tapices que decoran sus casas y las carpas de los nómades bereberes.
Así que allá se han instalado unas factorías modernísimas donde en menos de cuatro horas 3.200 magrebíes pelan 27.000 kilos de camarones minúsculos. Los camaroncitos se mantienen todo el tiempo a una temperatura cercana a 0 °C, aunque el ambiente en el que se pelan está graduado a 14 °C. Ahí no están nunca más de media hora, pero una vez pelados, se lavan en agua helada, se embalan a granel y se mandan de vuelta a Holanda, desde donde se reparten a los lugares de consumo, sobre todo la Belgique.
Mientras nos preguntamos cuál será la diferencia salarial entre una peladora belga y una marroquí que compensa que el mini-camarón gris termine haciendo peregrinación semejante, les dejo una receta fusión Norte-Sur de las que a mí me encantan y, encima, súper sana, un taboulé de quinoa con camarones.
Se necesitan 100 gramos de quinoa hervidos, 200 gramos de camarones (los argentinos sirven también ¿eh?), un ramo de cilantro fresco y picado, un ramo de perejil picado, una palta madura (o dos) cortada en daditos, medio pepino y uno o dos tomates pelados, sin semillas y en cubos, media cebolla roja picadita, sal, pimienta, aceite de oliva y el jugo de una o dos limas. Se mezcla todo, se deja en la heladera unas horas y ya está.
Normalmente los taboulés se hacen con couscous, pero la quinoa se adapta muy bien. Lo mejor de todo es que cuando uno la mastica, cruje.
Bélgica, Bolivia, México y Marruecos en una ensalada ¿Qué tal? Si viajan tanto, por lo menos que se mezclen.