sábado, 28 de octubre de 2006

El gato, el desamor y la muerte

En uno de esos pocos momentos en la vida en los que me sentí lo suficientemente segura de mí misma como para emitir arrogantes juicios sobre otra gente (deben haber sido dos, uno a los diez años y otro a los treinta), tuve una experiencia a la que podría llamar reveladora.

Una pareja de amigos hacía una fiesta con muchos invitados entre los cuales estaban los padres de ella. El padre, un señor muy simpático y alegre aunque un poco simplón, estaría, supongo, un poquito más alegre que de costumbre debido a que la fiesta estaba bastante bien regada, como toda buena fiesta que se precie. La madre, una señora también muy simpática, pero del tipo ácido, esas señoras que consiguen que uno se ría bastante cada vez que abren la boca y largan algún comentario aparentemente inocente pero en realidad terriblemente incisivo. Esa noche, en el apogeo de la fiesta, él la invitaba a bailar con toda dulzura y ella lo rechazaba una y otra vez con una terrible cara de culo.

En un primer momento yo me imaginé que ella estaba enojada porque él estaba borracho, pero después de un rato me di cuenta que no sólo él no estaba tan borracho como para que ella se enoje tanto, sino que, además, lo de ella daba la impresión de ser algo de bastante larga data, una especie de rencor, o de desprecio, que llevaba años acumulándose.

En ese entonces yo estaba embarazada de mi primer hijo y para mí la vida en ese momento, como toda mujer que haya pasado por la misma experiencia sabe, era nada más que paz y amor, por lo que esa especie de revelación me dejó bastante mal gusto en la boca. ¿Qué hace que una mujer trate tan mal a su marido después de un tiempo? ¿Los muchos años de convivencia? ¿Alguna ofensa imperdonable pero que sin embargo no justificó el divorcio? ¿El aburrimiento? ¿La desilusión? ¿La falta de compañerismo? ¿Frustraciones personales proyectadas en el otro? Y lo peor de todo ¿También yo iba a terminar haciendo lo mismo veinte años más tarde?

Todo esto viene a cuento porque acabo de terminar de leer la primera novela belga que leí en los últimos dos años, Le chat de George Simenon. Simenon es un escritor belga terriblemente prolífico y supongo que el escritor belga más famoso antes que apareciera la también prolífica Amélie Nothomb. Le chat es una preciosa novelita que nos cuenta la historia de dos viudos que se encuentran, se casan y se van a vivir juntos a la casa de ella, aunque en realidad no se aguantan. Como los dos personajes no se dirijen la palabra, la historia está contada principalmente desde el punto de vista de él y aunque nos encontramos con ellos cuando ya tienen más de setenta años, la novela nos va llevando hacia atrás y hacia delante por medio de sus recuerdos y de sus experiencias. Cuando empecé a leerla, un poco shockeada por el trato que se prodigaban, yo me preguntaba ¿Por qué si los dos eran viudos volvieron a casarse? Y después... ¿Qué necesidad tenían de seguir juntos?

Simenon nos va dando todas las respuestas de a poco, casi con cuentagotas. Durante el transcurso de la novela, se van respirando distintos ambientes. Un ambiente gélido al principio, lleno de desprecio y desconfianza, deja paso a unas escenas de mucha intensidad y muy violentas hasta que todo se calma cuando él se va de la casa. Uno disfruta junto con el viejo de ese período de casi felicidad en la primavera parisina, hasta que ella vuelve a aparecer y, sin mediar palabra alguna, lo convence para que vuelva con ella. De alguna forma se necesitan, aunque no se quieran, quizás sólo para no estar sólos en el momento de morir, porque la novela termina siendo, al final de cuentas, las reflexiones sobre el amor, el desamor, la vejez y la muerte de un escritor que a esa altura, y después de una vida tan intensa que a mí me cuesta imaginarla, se iba empezando a poner viejo.

domingo, 22 de octubre de 2006

Más música

Fin de semana agitado, gracias, entre otros, a Partyanimal, al que visito todos los viernes a la mañana para ver que pasa en BRU durante el fin de semana. Este viernes me enteré que había otra vez concierto de Ojos de Brujo, grupo que me había quedado sin ver unos meses atrás y, encima, en la Ancienne Belgique, una de mis salas preferidas para escuchar música en esta ciudad. Aprovechando que él siempre tiene mucho cuidado en poner todos los links necesarios, me fui derechito a la página web a comprar las entradas para toda la familia.

Lugar raro, la Ancienne Belgique. El nombre es francés, pero uno llega ahí y toda la gente que trabaja habla en flamenco, lo mismo que la mayoría del público. Además, los folletos, revistas, postales y todo el material gráfico y/o publicitario que uno se puede llevar a su casa sin pagar también están en flamenco. Lo mismo está pasando con Flagey. Uno llega a esos lugares, completamente analfabeto en esa lengua y se siente un poco raro y hay que hacer un esfuerzo, casi, para decidirse a hablar en francés y pedir las entradas o algo para tomar. Pero las dos salas son perfectas para ir a conciertos y, además, eso hoy no fue ningún problema ya que el idioma que más se escuchaba en el lugar era éste en el que escribo y el flamenco esta vez no era un idioma, sino una música.

Al final, terminé yendo sin marido pero con una invitada de once años, además de mis dos hijos. En algún momento del concierto me puse a pensar en lo estimulados que están los chicos de esta época comparados con los de mi generación. Y se me volvieron a ocurrir las dos ideas que siempre vuelven cuando pienso en ese tema. Una es la preocupación por saber si el cerebro les dará a los pobrecitos para poder digerir tantos estímulos y tanta información. La otra es la pregunta que me hago siempre sobre quién y cómo sería yo hoy si hubiera recibido, en mi infancia y adolescencia, esa misma cantidad de estímulos y de esa calidad. Porque hay que terminar este post diciendo que los Ojos de Brujo son realmente impresionantes y que el concierto de hoy quedará en la memoria de esos tres nenes como una de esas experiencias musicales que a mí, a esa edad, me hubieran dejado completamente maravillada y con el cerebro más abierto.

domingo, 15 de octubre de 2006

Música del mundo

No creo que sea ninguna novedad para la gente que pasa por acá que Dinamarca y la immigración son dos conceptos que no consiguen conciliarse completamente. La sociedad danesa no está organizada para recibir demasiados immigrantes demasiado distintos, los immigrantes que hay no son los que mejor se adaptan a una sociedad como la danesa y así se crea un círculo vicioso que es bastante difícil de romper. Pero en medio de tanta miseria hay una historia casi luminosa: la banda danesa con más repercusión internacional en este momento se llama Outlandish y está formada por un paquistaní, un marroquí y un hondureño de segunda generación. La música que hacen es uno de esos mestizajes culturales que a mí me dejan alucinada.


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sábado, 7 de octubre de 2006

(de) Colorado

La industria textil argentina tendría que revisar, a esta altura del siglo XXI, su tecnología colorante.

(Reflexión de la madre al vaciar el lavarropas en el que se le había extraviado remera roja con efigie del Che Guevara comprada por su hijo mayor en Buenos Aires durante el mes de agosto).

martes, 3 de octubre de 2006

Voto obligatorio

A mí, como a Josepepe, me encanta votar. Me encantan los días de elecciones, ese clima de fiesta cívica que se vive durante los días previos, después de que cierran las campañas electorales, y mientras se vota; la tensión y la expectativa que se sienten desde que cierran las urnas hasta que se conocen los primeros resultados; la sensación de fiesta, catarsis, y también desilusión, por supuesto, que se van viviendo a medida que los resultados se hacen más seguros y se empiezan a hacer especulaciones sobre cómo se va a formar el gobierno electo. Me gusta todo eso desde las primeras elecciones que me acuerdo, un once de marzo hace ya unos cuantos años en el que todavía no tenía derecho de voto.

Pero desde que me fui de Argentina no tuve demasiadas oportunidades de ejercer mis responsabilidades ciudadanas. Antes, los argentinos emigrados no podíamos votar desde el exterior. Ahora sí podemos, pero me desacostumbré y me sentiría un poco irresponsable si me pusiera a votar por el presidente argentino. Como inmigrante en Europa, uno obtiene bastante pronto el derecho a votar en las elecciones locales, aún sin nacionalidad europea. Pero además, una vez que uno tiene su pasaporte comunitario, adquiere el derecho de voto europeo, lo que quiere decir que puede votar en las elecciones del Parlamento Europeo y las comunales del país en el que reside.

Este domingo hay elecciones comunales en Bélgica. Para votar hay que registrarse, lo que es voluntario, pero una vez que uno se registra está obligado a votar para siempre. Eso hace que muchos extranjeros en Bélgica se resistan a registrarse, porque no les gusta el voto obligatorio. Yo no, a mí me encanta votar y cuanto más me obliguen, mejor.

Aunque esta vez lo mejor de todo es la cara de felicidad que ponen los belgas cuando uno les cuenta que se inscribió para ser coaccionado a participar en su vida en democracia.