El gato, el desamor y la muerte
En uno de esos pocos momentos en la vida en los que me sentí lo suficientemente segura de mí misma como para emitir arrogantes juicios sobre otra gente (deben haber sido dos, uno a los diez años y otro a los treinta), tuve una experiencia a la que podría llamar reveladora.
Una pareja de amigos hacía una fiesta con muchos invitados entre los cuales estaban los padres de ella. El padre, un señor muy simpático y alegre aunque un poco simplón, estaría, supongo, un poquito más alegre que de costumbre debido a que la fiesta estaba bastante bien regada, como toda buena fiesta que se precie. La madre, una señora también muy simpática, pero del tipo ácido, esas señoras que consiguen que uno se ría bastante cada vez que abren la boca y largan algún comentario aparentemente inocente pero en realidad terriblemente incisivo. Esa noche, en el apogeo de la fiesta, él la invitaba a bailar con toda dulzura y ella lo rechazaba una y otra vez con una terrible cara de culo.
En un primer momento yo me imaginé que ella estaba enojada porque él estaba borracho, pero después de un rato me di cuenta que no sólo él no estaba tan borracho como para que ella se enoje tanto, sino que, además, lo de ella daba la impresión de ser algo de bastante larga data, una especie de rencor, o de desprecio, que llevaba años acumulándose.
En ese entonces yo estaba embarazada de mi primer hijo y para mí la vida en ese momento, como toda mujer que haya pasado por la misma experiencia sabe, era nada más que paz y amor, por lo que esa especie de revelación me dejó bastante mal gusto en la boca. ¿Qué hace que una mujer trate tan mal a su marido después de un tiempo? ¿Los muchos años de convivencia? ¿Alguna ofensa imperdonable pero que sin embargo no justificó el divorcio? ¿El aburrimiento? ¿La desilusión? ¿La falta de compañerismo? ¿Frustraciones personales proyectadas en el otro? Y lo peor de todo ¿También yo iba a terminar haciendo lo mismo veinte años más tarde?
Todo esto viene a cuento porque acabo de terminar de leer la primera novela belga que leí en los últimos dos años, Le chat de George Simenon. Simenon es un escritor belga terriblemente prolífico y supongo que el escritor belga más famoso antes que apareciera la también prolífica Amélie Nothomb. Le chat es una preciosa novelita que nos cuenta la historia de dos viudos que se encuentran, se casan y se van a vivir juntos a la casa de ella, aunque en realidad no se aguantan. Como los dos personajes no se dirijen la palabra, la historia está contada principalmente desde el punto de vista de él y aunque nos encontramos con ellos cuando ya tienen más de setenta años, la novela nos va llevando hacia atrás y hacia delante por medio de sus recuerdos y de sus experiencias. Cuando empecé a leerla, un poco shockeada por el trato que se prodigaban, yo me preguntaba ¿Por qué si los dos eran viudos volvieron a casarse? Y después... ¿Qué necesidad tenían de seguir juntos?
Simenon nos va dando todas las respuestas de a poco, casi con cuentagotas. Durante el transcurso de la novela, se van respirando distintos ambientes. Un ambiente gélido al principio, lleno de desprecio y desconfianza, deja paso a unas escenas de mucha intensidad y muy violentas hasta que todo se calma cuando él se va de la casa. Uno disfruta junto con el viejo de ese período de casi felicidad en la primavera parisina, hasta que ella vuelve a aparecer y, sin mediar palabra alguna, lo convence para que vuelva con ella. De alguna forma se necesitan, aunque no se quieran, quizás sólo para no estar sólos en el momento de morir, porque la novela termina siendo, al final de cuentas, las reflexiones sobre el amor, el desamor, la vejez y la muerte de un escritor que a esa altura, y después de una vida tan intensa que a mí me cuesta imaginarla, se iba empezando a poner viejo.