Desde que aprendí a leer, fui una lectora compulsiva. Como leía mucho, pronto pude leer muy rápido y devoraba lo que me caía entre manos. Al principio, cuentos infantiles a raudales, las obras completas de Perrault, los hermanos Grimm, H.C. Andersen, los cuentos de las Mil y Una Noches, las fábulas completas de Esopo. Al poco tiempo, un volumen de mitología universal que me introdujo en cosmogonías varias. Y de ahí, sin escalas, las obras completas de Homero, que releí durante un par de años hasta que me supe todos los detalles (mis hijos, ahora, vuelven a ver las sagas de películas hasta que se las saben de memoria). Después, más obras completas: Shakespeare, Oscar Wilde, Federico García Lorca, Esquilo, Sófocles y Eurípides. En los descansos, cuanta revista de historietas o novela de aventuras caía entre mis manos, compradas, prestadas o regaladas. Y un par de enciclopedias para chicos. Y la Biblia y la Divina Comedia. Impresionante la biblioteca de mi madre, ahora que lo pienso. En las vacaciones, la biblioteca infantil de mi papá y mis tíos en la casa de mi abuela, desde donde me llegaron Louise May Alcott, Robin Hood, el Rey Arturo. Por ahí, tendría unos once años. A los doce, leí a Borges, Horacio Quiroga y las tres novelas de Sábato. No me alcanzaban los libros y todo se me terminaba demasiado pronto. El sueño de mi vida era encontrar el Libro de Arena. Mis primeras fantasías eróticas con El Cazador Oculto de Salinger (muchos años después, aprendí que en inglés se llama The Catcher in the Rye), al que voy a tener que leer de vuelta para saber por qué tuve esas fantasías, porque todavía me acuerdo de las sensaciones pero no de la historia. Y como a los catorce, todos los cuentos que Cortázar había publicado hasta ese momento y montones de best-sellers yanquis que circulaban por el colegio. Del final del colegio y el principio de la facultad me acuerdo: las cuatro mujeres de Jorge Amado (Tieta, Teresa, Gabriela y Flor) y Pedro Páramo, el aleph del realismo mágico. Y después, Cien años de soledad y todas sus hermanitas, de las cuales la que más me gusta es la Crónica de una muerte anunciada. Ah! Y la historia de la Cándida Eréndira, que tenía una abuela parecida a la mía, por lo indestructible. Y después Vargas Llosa, que empecé por la tía Julia, todavía creo que no terminé y del cual me quedo con El Hablador. Y dos o tres novelas de Cortázar, incluida, por supuesto, Rayuela. El Señor de los Anillos y todo lo otro que escribió Tolkien en mi último año de facultad, cuando además veía 130 películas e iba a 15-20 conciertos de rock al año, en la ciudad más cara a mis recuerdos. Durante ese mismo año y el siguiente, leí lo poco de ciencia-ficción que leí en mi vida, ya que el género nunca terminó de atraerme del todo. Un género que sí me atraía, sin embargo, era la novela policial (¿o se dice novela criminal o novela negra?) pero nunca leí demasiado de ello hasta que hace unos pocos años me leí cuatro novelas de Ripley al hilo. Tuve que parar, porque el personaje es tan revulsivo que causa vergüenza ajena y además, me estaba por dar una depresión. Bueno, entre tanto terminé en BRU y cuando decidí que ya sabía bastante francés como para adentrarme en su literatura y como Proust me pareció too much, elegí a la joven estrella belga que me resultó brillante y altamente recomendable. Y también tuve que releer Rayuela, porque no me acordaba de por qué era tan buena. Y en eso ando.
Ah! Mientras tanto encontré el Libro de Arena, esto es una de sus páginas.