Beso con luna roja
Último día de vacaciones. Anochecía. Yo volvía a casa por la calle principal, en dirección al lago. Caminaba con la puesta del sol en la espalda, mirando mi sombra que se alargaba y se perdía en las piedras, mientras se iba apagando el sol. De frente y a lo lejos veía la llegada de la noche reflejada en el lago, cada vez más oscuro.
En esa semipenumbra de atardecer tardío fue cuando, al fondo de todo, empezó a salir la luna. Una luna de verano, anaranjada, casi roja, mi luna preferida. Empecé a caminar muy despacio, respirando suavecito, intuyendo el milagro de una salida de luna llena anaranjada en una noche tibia de verano. Un milagro que, inexplicablemente, no se terminaba, se prolongaba más de lo esperado. Pasaron dos, tres, cinco minutos. La luna se quedó trabada en el borde del lago, sólo un bordecito de luna que sobresalía envuelto en la bruma de arreboles.
Mientras esperaba que la medialuna se convirtiera en llena, apareciste en el cruce de una calle y me puse a temblar. Hacía días que nos mirábamos y nos sonreíamos cada vez que nos encontrábamos. Yo sacudía el pelo, mientras me reía con mis amigas y te miraba haciéndome la tonta. Vos hacías gala de destreza en todo lo que podías para impresionarme, buscando mi mirada. Ese atardecer seguí caminando como si nada pasara y empezaste a seguirme, cada vez más cerca. El hilito de luna, todavía envuelto en brumas, se elevaba cada vez más por encima del lago, sin decidirse a convertirse en luna llena. Y entonces todo cuajó en un momento, tu mano que me alcanza, el abrazo que evita la traición de mis piernas temblorosas, el primer beso, la certeza del eclipse de luna total, inesperado.
Me acuerdo que nos metimos en el jardín de una casa abandonada. Debajo de un árbol, nos besamos durante horas sin hablar, sin decir absolutamente nada, solo miradas, sonrisas, murmullos y arrullos en las pausas de los besos. Cuando volví a casa, el eclipse había terminado, la luna, llenísima, ya estaba por la mitad del cielo y los mosquitos habían hecho estragos en mis piernas de verano. Nunca más te volví a ver. Y ni siquiera me acuerdo de si alguna vez me aprendí tu nombre.