Sin GPS
Hay un barrio en Bruselas lleno de rotondas y de calles arboladas al que creo que conozco de memoria pero en el que últimamente me pierdo demasiado seguido. Debe ser porque es invierno y está oscuro. Salgo mal de una rotonda y, distraída como voy, recién me doy cuenta que estoy yendo por el camino equivocado como a los 100 metros. El problema con las calles que salen de las rotondas es que se abren en diagonal, como los rayos de una bicicleta. Si uno agarra una distinta a la que tenía que elegir, pierde el rumbo y se aleja cada vez más del lugar al que estaba yendo. Cuando me doy cuenta que me equivoqué insulto un poco pero no me molesta demasiado. Perderse sirve para conocer caminos nuevos y cambiar de golpe las rutinas.
Pero al cabo de un rato, en ese barrio oscuro, no reconozco nada. Aparecen plazas que no había visto nunca, boulevares que quién sabe a dónde llevan, esquinas en las que no sé para qué lado doblar. Y todo eso mal iluminado, porque las ramas de los árboles que la municipalidad lleva años sin podar tapan todos los faroles. Así que ni sacar uno de mis amados mapas me sirve, porque ni siquiera consigo ver los nombres de las calles y, si los viera, no sabría si van para el Norte o para Sur, el Centro o las afueras.
Así, deambulo por un rato, dando vueltas y vueltas, ensayando a veces doblar a la derecha, otras veces a la izquierda. De vez en cuando me sobresalto un poco, las sombras no dejan ver lo que pasa, siento pasos atrás mío, sombras que se mueven, un gato que chilla como si fuera un bebé abandonado que llora, el aleteo de una paloma o el graznido de algún cuervo que se esconden entre los arbustos de los jardines vacíos.
Al final, doblo en una esquina y veo algo de iluminación al fondo de la calle que me lleva a una avenida que conozco. Ver las luces de la avenida, reconocer el sentido del tráfico, me tranquiliza. Descubro que estoy lejísimos de casa pero ya sé a dónde ir.
Mientras camino, pienso que, a veces, las calles sirven de metáforas de la vida.