La cincuentona
En la ciudad de Florencia hay un archivo donde se guardan todos los documentos oficiales de la Unión Europea. Entre ellos hay un documento que se firmó hace hoy 50 años en otra ciudad italiana. Ese documento se conoce como el Tratado de Roma y es el tratado fundacional de lo que hoy por hoy es la Unión Europea y terminará siendo vaya a saber qué, pero que en ese momento sólo era la Comunidad Económica Europea, una asociación de países con intenciones de cooperar económicamente y de eliminar barreras al libre comercio entre ellos.
El germen de lo que hoy es la Unión, y mucho más todavía, estaba, sin embargo, muy presente en las mentes de una serie de visionarios a los que se llama "Los Padres Fundadores", un nombre casi mitológico, que se imaginaban una Europa unida donde pudieran dejarse atrás para siempre sucesos terribles como las dos guerras. A partir de hoy se inicia en toda Europa una serie de festejos que va a seguir durante todo un año para darle la merecida importancia a un hecho que quizás haya significado el comienzo de una larga era de paz, bienestar, justicia y solidaridad entre un conjunto de países que llevaban siglos destruyéndose entre ellos.
En esos 50 años los cambios en Europa fueron impresionantes. El proyecto es, en realidad, único en la historia de la humanidad y es más impresionante aún cuando uno considera las divergencias entre todos los participantes. Las barreras aduaneras se eliminaron por completo en 1968, sólo 10 años después del comienzo y bastante antes de lo planeado, tantas eran las ganas de colaborar de los seis miembros iniciales.
A partir de ahí una serie de transformaciones –la unificación del mercado interior, la libre movilidad de las personas, la casi desaparición de las fronteras interiores, la moneda común, las sucesivas ampliaciones hasta llegar a los actuales 27, la política exterior y de seguridad y justicia más o menos coordinadas, la coordinación limitada de la política fiscal y, sobre todo en el último tiempo, la liberalización del mercado de servicios y la cooperación en temas de energía y medio ambiente– terminaron de darle forma a este proyecto único que seguirá, sin duda, renovándose en los próximos años.
El cumpleaños se ensombrece un poco porque el proyecto parece estar pasando por una crisis –al fin de cuentas son cincuenta años– y pese a la impresionante seguidilla de logros y buenas noticias no termina de convencer a la mitad de los que más importan, sus ciudadanos. Encima de todo hace un par de años el objetivo político más importante desde el Tratado de Roma, dotar a la Unión de un Tratado Constitucional, fue rechazado nada menos que por los franceses y por los holandeses, dos de los Seis Fundadores.
Si bien la ratificación de los tratados se hace cada vez más complicada, uno hubiera esperado que el rechazo viniera de miembros más reacios y más recalcitrantes, como el Reino Unido o Dinamarca, donde los políticos estaban especulando con elegir las fechas de los plebiscitos bien al final del proceso de ratificación para no poner piedras en el molino de nadie. Y sin embargo, el “no” vino desde el lugar menos esperado. O no. El no de los franceses no fue del todo un no a Europa, sino más bien un no al futuro, un no a los cambios y una reacción un poco sin sentido ante el vértigo que les provoca un mundo donde la antigua posición de líder de Europa está bastante en discusión.
Y acá estoy yo, viviendo en Bruselas. Dicen que el aleteo de una mariposa en alguna parte del planeta llega a tener efectos enormes en algún otro lugar completamente inesperado. En este caso es al revés. Sin Unión Europea y sin Bruselas como su capital, yo jamás hubiera terminado viviendo aquí, no hablaría francés, no leería La Libre Belgique, mis hijos no estarían a punto de empezar a aprender su quinto idioma y este blog no se llamaría Entre BRU y BUE, sino que tendría cualquier otro nombre, quizás un poco más imaginativo. O no.