El año en que descubrí a Harry Potter, J.K.Rowling ya estaba bastante bien encaminada en eso de convertirse en la mujer más rica de Inglaterra y yo tenía un hijo de seis y otro de tres años a los que les encantaba escuchar cuentos antes de irse a dormir. Con la intención de comprar algún libro nuevo para el mayor, ese verano terminamos en una librería en Dinamarca y mientras yo curioseaba entre las novelas y los libros de decoración, mi marido se dejaba convencer por la librera para comprar tres novelas de una escritora inglesa que había escrito, según ella, una maravilla de la literatura infantil.
Esa noche, él les leyó el primer capítulo conmigo al lado. Apenas terminó de leerles y con los críos bien dormiditos, me apoderé del libro y no pude parar de leer hasta las tres de la mañana cuando lo terminé. Una mezcla de cuento de hadas y novela de aventuras, con misterios y magia y un montón de referencias mitológicas, todo eso situado a finales del siglo XX. ¿Qué más podía pedir una devoradora de cuentos desde la más tierna infancia como yo? La combinación de ser adicta a los cuentos y de la capacidad que tenemos las mamás para poner nuestro cerebro en sintonía con el de nuestros hijos hizo el resto.
En las dos noches siguientes me leí los otros dos, mientras mi marido y yo nos turnábamos para leerles el primero a los chicos, que habían quedado completamente enganchados con la historia, ya sabiendo que cuando terminara me iba a quedar con esa sensación de vacío que le queda a uno cada vez que termina una de esas novelas que lo internan en un mundo imaginario del que no quisiera salir. Pero como me pasa siempre, leo demasiado rápido, no hago pausas y al tercer día me había quedado fuera de Hogwarts, intentando ver más allá del tercer libro lo que pasaría en el futuro de los personajes.
El cuarto libro acababa de publicarse en inglés, así que me lo encargué pronto en Amazon y cuando llegó, descubrí bien contenta que tenía casi el doble de páginas que los otros. Lectura para dos días, por lo menos.
Por suerte, leer en voz alta no va tan rápido. Mientras les iba leyendo a los chicos, iba haciendo la relectura. A veces, después de leerles a ellos seguía leyendo yo sola. Al final, debo haber leído cada libro entre tres y cuatro veces. En los dos años que siguieron, Harry Potter ocupó muchísimo espacio en las lecturas familiares; éstas se alternaban, a veces había que leerle un libro a uno, otras veces al otro, mientras el padre le leía El Señor de los Anillos al más grande, yo le leía Harry Potter al más chico y así íbamos.
El quinto libro salió en el 2003, aunque lo esperábamos con bastante ansiedad y lo leímos con mucho placer, lo hicimos como un libro más, lo mismo que al sexto. Algunos misterios se resolvían, pero aparecían otros nuevos, conocíamos nuevos personajes o aprendíamos algo nuevo sobre los ya conocidos, los chicos se convertían en adolescentes y empezaban a tener penas de amor y el mundo se hacía cada vez más oscuro, tanto que uno de nuestros personajes preferidos terminaba muerto. Lo mejor de todo, creo que fueron todas las noches en las que después de hacerlos lavar los dientes y ponerse el pijama, nos metíamos los tres en mi cama para que yo, con un chico de cada lado, les leyera en voz alta entre medio y un capítulo por noche. Y ahora, después de siete años, llegó el séptimo, el que termina la saga.
La primera sorpresa que me llevé fue que apenas recibimos el paquete de Amazon, mi hijo mayor lo acaparó y no me dejó ni tocarlo. A la noche, cuando yo llegaba del trabajo, me tenía que pelear con él para poder leerlo. Al final, haciendo abuso de mi autoridad materna, conseguí sacárselo y terminarlo durante el fin de semana, lo que valió la pena. El libro no sé si es el mejor de todos pero termina toda la historia como tiene que terminar, cierra todos los hilos sueltos y deja una sensación de leyenda que creo que convertirá al cuento de este mago moderno en un clásico infantil que leerán los chicos de unas cuantas generaciones, además de los míos, que aprendieron a leer con Harry Potter.