viernes, 27 de julio de 2007

Las estaciones y las lentejas

Desde que publiqué la receta del dulce de leche, cae a este blog muchísima gente buscando en Google receta de guiso de lentejas o receta de guiso de lentejas de Blanca Cotta o cosas por el estilo y supongo que deben terminar yéndose bien frustrados al encontrar una receta de dulce de leche y no de guiso de lentejas. Si sabido es que pocas cosas hay en la vida más desagradables que imaginarse una comida dulce cuando uno tiene ganas de algo salado y viceversa, imagínense lo que puede ser pensar en comer un empalagoso flan con dulce de leche cuando uno tiene ganas de comer un contundente guiso de lentejas.

Así que desde hace un tiempo tengo intenciones de darles el gusto, pero me frena pensar que el guiso de lentejas es una comida bien de invierno que yo nunca preparo en verano. Por otro lado, la mayor parte de las búsquedas vienen del Sur del Mundo, lo que sería un argumento a favor para publicar la receta. Pero lo que me terminó de decidir fue que justo este invierno hace un frío bárbaro en Buenos Aires y que justo este verano también hace un frío bárbaro en Bruselas y eso de comer guiso de lentejas se puede disfrutar en los dos hemisferios al mismo tiempo.

El guiso de lentejas es una de mis comidas favoritas y todas las mujeres de mi familia lo hacían escandalosamente rico, así que nunca me tomé la molestia de hacer uno. Para qué, si tanto el de mi abuela, el de mi tía o el de mi mamá eran insuperables. Hasta que un día me encontré en el Norte del Mundo, sin abuela, sin tía y sin mamá y con ganas de comer un guiso de lentejas igualito al de ellas. Lo malo era que estas señoras lo hacían de ojito y me decían "ponéle un poquito de ésto, y otro poquito de ésto y otro poquito de ésto otro" y a mí no me gusta cocinar así, a mí me gusta seguir la receta al pie de la letra, por lo menos la primera vez que cocino algo.

Así que nuevamente armada con la receta de Blanca Cotta, intenté la suerte y mi primer guiso de lentejas salió bastante pasable, lo mismo que los siguientes, y yo me sentía bastante realizada y orgullosa de mis guisos de lentejas. Hasta que una amiga danesa que había comido lentejas en España hizo un gesto de desilusión cuando comió las mías y entonces, tocada en el orgullo, me ví en la obligación de mejorarlo.

Y ahí me enteré: el secreto para que salga perfecto es cocinarlo mucho tiempo a fuego lento, así que hay que empezar temprano. La receta, que es más o menos la de Blanca Cotta aunque le hice un par de adaptaciones, viene acá. La medida es bastante grande, por lo que hace falta una olla como de diez litros, de ésas con doble fondo preferiblemente, pero alcanza para que coman ocho adultos y sus respectivos críos en caso de familia tipo, ideal para invitar un montón de amigos sin trabajar demasiado. Necesitamos:

1 kilo de lentejas, 2 cebollas grandes, 2 dientes de ajo, 2 pimientos morrones rojos, 3 o 4 zanahorias, 2 o 3 ramas de apio, 2 hojitas de laurel, 1 chorizo colorado picante, 1/4 kilo de panceta ahumada, 1/4 kilo de panceta salada, 1/2 kilo de carne magra, 2 latas de tomates pelados y más o menos 1/2 decilitro de aceite de oliva.

Se empieza poniendo en remojo las lentejas la noche anterior. El día del evento se pican las cebollas más o menos finitas y el ajo también. El resto de las verduras se corta en cubitos, el chorizo, por la mitad a lo largo y después en cubitos, la panceta, en rodajas de un poco menos de un centímetro de ancho y la carne y los tomates, también en cubitos.

Se fríe un poco la cebolla y el ajo en el aceite de oliva, se agrega el resto de las verduras y se deja freír otro poco, hasta que las verduras dejen de tener aspecto de crudísimas. Entonces se agregan el chorizo, la panceta y la carne y se sigue friendo hasta que la carne deje de tener aspecto de cruda, pero sólo el aspecto. Agregamos el tomate, las lentejas bien enjuagadas y las hojas de laurel, se revuelve bien y se tapa todo con agua. La panceta es saladísima y el chorizo, picantísimo, así que nada de sal ni pimienta ni ají molido. Un poco de orégano, quizás, si uno quiere.

Hasta ese momento cocinábamos a fuego fuerte. En el momento en que hierve el agua, bajamos el fuego al mínimo y ponemos la tapa. Y así se deja cocinar por lo menos dos horas, revolviendo de vez en cuando para que todas las lentejas se cocinen en forma homogénea y no se pegue en el fondo. Lo de cocinarlo mucho es esencial por dos razones: una es que las lentejas se empiezan a deshacer y el guiso queda espesito, la otra es que la panceta tiene que cocinarse mucho para que quede bien blandita. Yo, aunque ya esté listo, lo dejo en mínimo durante horas –creo que una vez lo dejé entre cuatro y cinco, revolviendo de vez en cuando– lo único que pasa es que mejora. Está bien comerlo el mismo día pero, como todos los guisos, al otro día es todavía mejor.

Variante dietética: sin panceta y sin chorizo. Para el verano, uno le saca toda la carne, lo deja vegetariano y lo cocina un poco menos, para que las lentejas queden blandas pero no deshechas. Y hasta se puede comer frío, como hacen los griegos con sus guisos y sus verduras rellenas.

domingo, 22 de julio de 2007

Asesinas suicidas

En mi post ideológico, Luciano comenta que a él le gustaría ver mayor separación entre la religión y la política, lo que yo imagino expresa su rechazo hacia el rol que a veces tienen las religiones en el atraso de los pueblos. Una de las características de las sociedades avanzadas es su secularización, el rol cada vez menor que tiene la religión en la vida civil, social, familiar y política de esos países. Salvo excepciones poca gente hace consideraciones religiosas a la hora de tomar decisiones más o menos importantes.

Pero no siempre fue así, claro. El ejemplo típico con el que uno compara la actualidad islámica es la intolerancia religiosa de las guerras de religión en Europa que sucedieron a la Reforma. Creo que todos hablamos del Catolicismo en la época de la Inquisición cada vez que sale el tema. La intolerancia y el odio eran los mismos. Pero yo acabo de descubrir un ejemplo precioso en el luteranismo del norte de Europa que al mismo tiempo de servir para ilustrar el efecto que tiene la religión sobre la gente ignorante también ilustra uno de los primeros pasos en la historia de la Europa del Norte hacia la secularización.

La historia es así. Durante más o menos unos cien años, entre la segunda mitad del siglo XVII y la primera del XVIII en Dinamarca, Suecia y el Norte de Alemania aparecieron unos casos rarísimos. Algunas personas sin antecedentes previos de violencia, generalmente mujeres jóvenes e indefensas, asesinaban a alguien aún más indefenso que ellas, generalmente infantes, y se entregaban dócilmente a la justicia que las castigaba con la pena de muerte. Lo más llamativo de todo eso era que ese tipo de asesinatos eran como la cuarta parte del total de asesinatos, así que llamaban bastante la atención.

Las explicaciones de ese fenómeno son varias. La primera es que como todos sabemos el suicidio es pecado para el cristianismo; los suicidas no van al cielo. La segunda es que para el luteranismo pecados tales como el asesinato, la hechicería, la blasfemia o los pecados sexuales merecían la pena de muerte. La tercera, quizás la más importante, era que suponían que la pena de muerte en esos casos era una exigencia divina a la que las autoridades debían obedecer. Y la cuarta, que el castigado por la pena de muerte purgaba de esa forma su pecado antes de morir, evitando así las llamas del infierno. Con semejante ideología detrás, es bastante entendible entonces que los futuros suicidas, por lo menos los que tenían algún tipo de preocupación por su salud eterna, prefirieran el asesinato seguido por la pena de muerte al suicidio simple y directo.

Las autoridades, por supuesto, estaban bastante preocupadas por el tema y durante algunos años se intentó solucionarlo de diversas maneras, sobre todo endureciendo los rituales que precedían a la ejecución. Hasta entonces éstos se parecían más a una fiesta en la cual se perdonaba al castigado en medio de salmos y bendiciones que a una ejecución en regla, pero los asesinatos suicidas dejaron de cometerse recién en el momento en que se cambió la pena de muerte por la prisión perpetua y el escarnio público. Lo más curioso de todo esto –y también lo más interesante– fue que las autoridades civiles lo hicieron sin consultar a las autoridades religiosas y sin levantar demasiado la perdiz. Tampoco era cuestión de desautorizar completamente a Dios. Y así, en el momento en que la sociedad decide solucionar un problema por su cuenta, empieza el proceso de secularización.

Y es que no siempre el sistema de premios y castigos funciona como uno se lo espera.

miércoles, 18 de julio de 2007

Anuncio formal

Ha llegado el momento de anunciar que en el día de hoy se ha comprobado fehacientemente que, a la venerable edad de 13 años, siete meses, 16 días y algunas horas, dos años después de haberme alcanzado a mí, mi hijo mayor alcanzó la misma altura de su padre.

El padre está bajo los efectos de un shock y se niega a aceptarlo del todo.

¿Cuánto puede llegar a medir un chico que a los trece años mide un metro ochenta y tres?

Mi nene.

sábado, 14 de julio de 2007

Libertad, igualdad, fraternidad

Revisando el test de La Brújula Política que me encontré en el blog del Criador de Gorilas, se me ocurrió explicarme por qué me termino ubicando donde me ubico: en la mitad del grupo de liberales de izquierda. Y acá van las razones, anárquicamente desordenadas, como corresponde:

Creo que la gente es más importante que las organizaciones, no soy para nada nacionalista, pero adoro a mi país de nacimiento, admiro a mi país de adopción y disfruto a mi país de residencia. No creo que nadie sea mejor que nadie, o a lo mejor sí, y que las amistades y las enemistades a veces se pueden cruzar. Creo que las leyes internacionales se hicieron para proteger a los más débiles, que son el bien público de los países y que hay que respetarlas y, por supuesto, nunca voy a creer que todo tiempo pasado fue mejor.

Creo que hay más diferencias entre una señora de Recoleta y su empleada peruana que entre mi marido y yo, que lo único que justifica el continuo crecimiento económico de la humanidad es mejorar el bienestar de la gente, que para proteger al medio ambiente hay que regular y cobrar impuestos, las dos cosas y al mismo tiempo, que cada uno tiene que contribuir a la sociedad de acuerdo a sus capacidades y recibir según sus necesidades, como dicen los socialdemócratas daneses ("yde efter evne og nyde efter behov" dicen, en realidad). Soy una consumidora moderadamente hedonista, pero no compulsiva, aunque me encantan las novedades. El respeto al derecho de propiedad es tan básico y tan necesario como el derecho a educarse y supongo que cualquiera que gane un montón de plata sin engañar ni robar, nomás por suerte, debe estar contribuyendo en algo, aunque no sea proporcionalmente, al bienestar general.

Pienso que se puede proteger a las industrias incipientes durante un tiempito, pero no para siempre, porque entonces terminan siendo ineficientes y aprovechándose del resto de la sociedad y, además, estoy segura de que a los países más abiertos al comercio internacional les va mejor que a los que no, que las empresas tienen responsabilidades sociales con su entorno y con sus empleados y que el sistema de impuestos y beneficios sociales combinados tiene que ser fuertemente progresivo. Algunos ricos tiene que haber por supuesto, aunque sea para que la gente tenga algo a qué envidiar y a qué emular, como los jugadores de fútbol senegaleses, y que ellos disfruten de su riqueza a su antojo, pero sin molestar a nadie.

Creo que el papel del Gobierno en una sociedad tiene que ser bastante fuerte, para regular, para administrar y para establecer reglas de juego claras para todos. Eso de que los monopolios públicos son mejores que los privados no funciona y sino miren a Cuba, así que ahí prefiero regulación e impuestos. Y la fe ciega en los mercados, bueno…

Soy pro-abortista dentro de límites razonables y estoy en contra de la pena de muerte. Sobre la eutanasia no tengo opinión formada; creo que estoy en una edad en la que el tema me resulta demasiado doloroso. Me gusta hacer lo que quiero y me enojo si no me dejan, pero no soy para nada vengativa. Estoy a favor de los subsidios a la cultura, pero no incondicionalmente, aunque no tengo ni idea de qué criterios hay que utilizar para otorgarlos. Creo que la educación básica tiene que ser obligatoria, gratuita y de buena calidad, que la educación es lo más importante que hay para el progreso de la humanidad y para el desarrollo de los pueblos y me gustan los mestizajes de todo tipo, sobre todo musicales. La marihuana tendría que ser legal, al final es menos dañina que el alcohol, aunque a mis hijos les dije que ni se les ocurra probarla hasta que terminen la Universidad. Las otras drogas también tendrían que ser legales pero venderse con las mismas precauciones que los psicotrópicos farmacéuticos (y con más impuestos, eh).

Por supuesto que a los hijos no hay que pegarles y que hay que educarlos para que sean seres humanos independientes y pensantes, capaces de modificar su propia vida y actuar responsablemente en la sociedad, así que si son medio desobedientes a veces hay que respetarlo y aguantárselo, sólo están demostrando que serán adultos inteligentes y capaces. A veces, además, hay que aprovecharse para aprender algo de ellos. Es una de las experiencias más enriquecedoras como madre.

Creo que las sociedades más educadas son más avanzadas que las que no y que hay costumbres en el mundo que son inaceptables, como la circuncisión de las mujeres en Egipto o la división de castas de la India, eso del relativismo cultural me hace enojar. Como en la vida nada es gratis, los vagos no tienen que vivir de la asistencia pública, pero los discapacitados, sí, si les hace falta. Y me parece que la primera generación de inmigrantes nunca se integra del todo, a no ser que sean especialmente capaces o que el país receptor sea excepcionalmente abierto. La integración de la segunda generación, en cambio, depende de las políticas públicas. No estoy demasiado segura de que el interés de alguna empresa en particular sea bueno sin condiciones para el interés general, pero sí de que tiene que haber canales de televisión o estaciones de radio públicas al lado de las privadas para que haya un servicio público que informe y pluralismo al mismo tiempo.

Estoy convencida de que la seguridad social financiada con impuestos es preferible a la caridad privada. En cuanto a la religión soy bastante descreída, tanto que hasta mis hijos decidieron por su cuenta ser ateos antes de cumplir diez años y, por supuesto, nadie se tiene que meter en la vida sexual de la gente adulta, pero eso, adulta, nada de nenas tailandesas vendidas al mejor postor.

Y así termina una pareciéndose al Dalai Lama. Aunque él debe tener mejor carácter.

jueves, 5 de julio de 2007

De migrantes y remesas

Las razones por las que la gente emigra son muchas y variadas. A las clásicas de “amor y guerra” se les suman las económicas, el deseo de tener una vida más desahogada en otro lado, y las aventureras, el deseo de tener una vida más interesante en otro lado. De todas maneras, y quizás por haber visto algunos casos, yo creo que aún las del amor y de la guerra tienen que ver con motivos materiales. Cuántas guerras que se desatan a causa del petróleo, de los diamantes o de algún otro recurso escaso, cuántos amores que terminan o no según sea más o menos el bienestar económico de los amantes. Sin ir más lejos, sin la hiperinflación en ciernes del año ’87 y el clima de caos del año '88, es bastante probable que mi atractivo marido danés se hubiera animado a quedarse en Buenos Aires, como era su intención por aquellos años.

Pero mientras que la migración por razones de amor o de guerra está más o menos permitida –casi todos los países, salvo excepciones, permiten el ingreso al cónyuge de un nativo y existen convenios internacionales que dejan acceder a los refugiados políticos– emigrar de un país pobre a uno rico nomás para tener la posibilidad de conseguir un trabajo mejor pago no está dentro de las reglas del juego.

De todas formas, hay gente que lo intenta. Las historias dramáticas de los mexicanos para entrar a los EE.UU. y las de los africanos desembarcando semidesnudos y muertos de frío en cualquier playa europea o ahogándose en el Mediterráneo, así lo demuestran. Y algunos países permiten más o menos esa inmigración ilegal, porque les soluciona algunos problemas de mercado de trabajo en el corto plazo.

Bruselas está llena de esos inmigrantes ilegales latinoamericanos. Montones de ecuatorianos (yo me pregunto: ¿quedará gente todavía en Ecuador?), pero también colombianos, peruanos, cubanos y hasta algunos argentinos se instalan sin permiso de residencia y, por ende, totalmente desprotegidos, a merced de las enfermedades, los accidentes, las casualidades, las razzias, la deportación, para trabajar como albañiles, cocineros, pintores o mozos, ellos, como empleadas domésticas o niñeras, ellas. Y siempre, siempre, arriesgándose a que un buen día los agarre la policía mientras vuelven a su casa en el tranvía, les haga pasar un buen susto y un maltrato y terminen en un avión, camino a casa, con la prohibición eterna de volver.

Las historias de muchos de ellos son terribles. En su país de origen quedan hijos chiquitos, padres ancianos, maridos abandonados o parásitos, hermanos o parientes que esperan salvarse gracias a los esfuerzos del emigrado. Y el emigrado se desloma, trabaja 10, 12 horas por día en algún trabajo insalubre o con horarios rarísimos para conseguir un ingreso equivalente a lo más bajo de la escala nativa, para mandarle más de la mitad a la familia que quedó allá, en parte porque lo necesitan, en parte para atenuar la culpa del abandono, en parte para poder demostrar que afuera les va mejor, sin posibilidades de ahorrar ni para el presente ni para la vejez y viviendo con lo justo en una precariedad y una inseguridad que a muchos nos costaría imaginar.

Dicen que esas remesas que los emigrantes del Tercer Mundo envían a sus familias son más útiles que cualquier ayuda oficial al desarrollo. Que sea así. El sacrificio de los emigrados se lo merecería.