miércoles, 25 de abril de 2007

Revolución mexicana

Ayer, 24 de abril, la legislatura de la Ciudad de México aprobó la despenalización del aborto durante los tres primeros meses del embarazo, lo que pone a México a la altura de cualquier país moderno civilizado. La despenalización es sólo para la Ciudad de México, pero dará acceso a todas las mexicanas que viajen a la capital a tales efectos. En un país con un Estado laico, pero al mismo tiempo con tanta tradición católica esta medida es casi revolucionaria.

Tengo que confesar que me llevé una sorpresa mayúscula y una buena alegría también. Por fin una buena parte de las mujeres latinoamericanas verá reducido su riesgo de morir en abortos clandestinos y peligrosos a manos de curanderas, charlatanes y otras prácticas dudosas cuando les toca pasar por el mal trago de un embarazo no deseado. Por fin tendrán la libertad de elegir, si la medida se implementa teniendo en cuenta los intereses de las mujeres afectadas y no los de los grupos más reaccionarios.

En América Latina, sin embargo, se corren algunos riesgos ante una medida como ésta. Entre las contradicciones del continente, las de la salud pública no son de las menores. Quizás a causa de la inequidad económica y social, o de la mezcla de tradiciones seculares y modernidad, o de la ignorancia y la falta de respeto por las leyes, se conjugan al mismo tiempo los problemas de salud que vemos en los países menos desarrollados con los que se observan en las sociedades más avanzadas.

Con respecto al tema reproductivo pasa un poco lo mismo. Los chicos y las chicas tienen comportamientos sexuales propios de sociedades liberales, pero con el descuido y la falta de información propios de sociedades tradicionales y sin el sostén de la familia o de la sociedad necesarios. Para que una ley de aborto cumpla con el fin que tiene que cumplir, que es cuidar la salud física y mental de las mujeres y dejar que los hijos que nazcan lo hagan en las mejores condiciones posibles, tiene que estar acompañada por una educación sexual que se base sobre todo en la prevención. Sin políticas preventivas que las acompañen, una ley de aborto más o menos libre funcionará como otro método anticonceptivo más, como dicen que pasaba en Rusia durante los años comunistas. Y ése sería el peor resultado posible.

Como están dadas las cosas, la penalización del aborto es otro de los factores que contribuyen a empeorar la inequidad en América Latina. Pese a que el aborto es ilegal, en la región se llevan a cabo unos cuantos millones de abortos al año. Las mujeres que tienen los medios para hacerlo, lo hacen en forma bastante segura y con poco riesgo, mientras que las mujeres pobres son las que más sufren bajo métodos arcaicos, primitivos y peligrosos. Unas tendrán la oportunidad de seguir con su vida, educarse, trabajar. Las otras morirán en el intento, sufrirán daños irreparables o enfrentarán una vida de madres solteras que solo llevará a más pobreza.

Como dije antes, hay riesgos. Ojalá que la política de salud pública mexicana los sepa conjurar. Y ojalá también que en un país que yo conozco se les ofrezca pronto a las mujeres la misma libertad de elegir que a las mexicanas.

lunes, 23 de abril de 2007

Escribiendo

"I can write better than anybody who can write faster, and I can write faster than anybody who can write better".
A. J. Liebling, periodista.


Y a mí no me sale ni lo uno ni lo otro.

miércoles, 18 de abril de 2007

Dilemas

Es un poco contradictorio, hasta sorprendente, pero acabo de descubrir que con los peronistas me pasa lo mismo que con los yanquis. Estoy siempre intentando que me gusten, así que cada vez que se les presenta una disyuntiva pienso: "A ver, a lo mejor esta vez sí, vamos!". Pero no, al final terminan haciendo lo que no hay que hacer y yo, desilusionada.

domingo, 15 de abril de 2007

El suspiro

Un suspiro es una forma de alivio casi siempre temporaria. Suele suceder al final de una serie de pensamientos o sensaciones que producen una especie de tensión. Antes del suspiro estamos tristes, preocupados, emocionados, excitados, ensimismados en algo que nos contractura el alma. En un momento dado toda esa tensión se resuelve, encuentra la salida, y el suspiro permite el desahogo. Perdidos en nuestros pensamientos, sin darnos cuenta de lo que está pasando, de pronto hacemos una inspiración profunda, seguida por una expiración quizás acompañada por un "aaah..." o un "mmmm..."; el suspiro. Más o menos largo, más o menos corto. Y toda la tensión desaparece, y el aire que sale de los pulmones funciona como un bálsamo, y el cerebro se alivia, se relaja. Sentimos el consuelo de unos pulmones vacíos y una mente en blanco y nos quedamos en paz.

domingo, 8 de abril de 2007

Un cuento de amor exótico

Para mi hijito menor, el romántico perdido.
Y para Betty Carol, que se niega a conocer al amor de su vida en el supermercado.

L y J se conocieron en la entrada de la Estación Central de San Petersburgo, a punto de tomar el Transiberiano. Ella se estaba comprando el desayuno, algo dulce, algo salado y algo caliente para templarse el cuerpo después de una noche un poco rara. A él se lo notaba bien templado y con ganas de aventuras cuando le preguntó de dónde era y se preocupó un poco por su estado de salud.

Subieron juntos al tren, pero les tocó sentarse en vagones distintos. Ella notaba ya de a poco ese estado indefinido entre la ansiedad y la languidez que precede al amor y trata de concentrarse en el paisaje, mientras se descubre pensando de a ratos en ese chico alto y de ojos celestes que se sienta en algún otro lugar del mismo tren. Al mismo tiempo, en el otro vagón, el chico decide ver cómo está y hacerse amigo de la chica de la mañana.

Ella lo ve aparecer por el pasillo del tren que se sacude bastante, manteniendo el equilibrio sin demasiado esfuerzo, y se le ilumina el alma. Le hace un lugar en su asiento, empujando sin demasiados preámbulos al que está al lado, y empiezan a hablar de todo y de nada. De dónde son, cuantos años tienen, de dónde vienen ahora, el destino del viaje.

En menos de una hora saben todo lo que tienen que saber sobre ellos dos y también sabrán, para siempre, que podrán confiarse la vida mutuamente. Esa noche cenan juntos sin despegar los ojos el uno del otro, sin saber muy bien qué comen. Al otro día, se besan por primera vez, y al tercer día se van a dormir juntos. Descubren que, por esas extrañas casualidades, sus planes de viaje recorren casi el mismo itinerario y deciden cambiar lo que no concuerda para acompañarse durante todo el trayecto.

A partir de ahí no se despegaron más. Dieron la vuelta al mundo en bastante más de 80 días. Se besaron a la luz de la luna en las ruinas de Sacsayhuamán, en las ruinas de Angkor Wat, en las ruinas de Luxor. Durmieron juntos en una tienda hecha de pieles en la estepa de Mongolia, mientras escuchaban el canto del viento y el galopar de los caballos, en la misma bolsa de dormir bajo las estrellas y el aire helado del desierto de Atacama, en una cueva milenaria de Capadocia, sintiendo el frío de las montañas y el aliento de culturas de muchos siglos atrás.

El la salvó de caerse a un precipicio en el Himalaya y le clavó una estaca en el medio del pecho al vampiro que, igualmente enamorado de ella, se la quiso robar en Transilvania, ella lo cuidó sin pausa la noche que a él casi lo disuelve la fiebre que le produjo la mordida de una cobra en el desierto del Sinaí y descubrió el antídoto contra el filtro amoroso con que lo quiso seducir una bruja en Bangladesh.

Nadaron en los corales del Caribe y del Mar Rojo, amanecieron espiando a los leones en el parque del Serengeti y escuchando el canto de los pájaros y la risa de los monos en el del Iguazú. Se mantuvieron juntos todo el tiempo cuando el barco en el que cruzaban de Hong Kong a Manila fue atacado por los feroces piratas que pululan por el Mar de la China Meridional y consiguieron llegar a Manila despojados de todo, pero abrazados y felices.

Antes de volver a Europa adoptaron dos chinitas y una hindú. Diez años después de conocerse y después de haber tenido juntos tres hijos más, se casaron una tarde fresca de septiembre en Bruselas. A la boda sólo fuimos mi marido y yo. Nos tocó, como tantas otras veces, ser los únicos testigos de tanta felicidad.

Ahora viven cerca nuestro. Ella me contó hace poco que sigue sintiendo como esa primera noche en el Transiberiano que el mejor momento del día es ése en el que se meten juntos a la cama y siente, mientras enreda sus piernas con las de él, se instala bajo su abrazo y le huele el cuello, que no habrá ninguna piel que pueda jamás compararse a la suya. A él se le nota cada vez que la mira que sigue sintiendo la misma curiosidad y atracción que lo llevó a preguntarle cómo estaba esa mañana helada en la puerta de la Estación Central de San Petersburgo.

miércoles, 4 de abril de 2007

Cuentos

Mi hijo menor me cuenta sobre todos los cuentos que está escribiendo, cuentos con vampiros y montañas y viajes por el desierto y aventuras peligrosas. Cuentos con brujas y dragones y naves espaciales y amigos que se dan la vuelta al mundo. Me cuenta lo que sueña, los sueños que se le repiten, el primer sueño que se acuerda, los que le dan miedo, los que no quiere que se terminen. El chico escribe y escribe, tiene una carpeta en la Mac reservada nada más que para sus cuentos. Y yo le digo: "A lo mejor yo también me puedo poner a escribir un cuento. Uno de amor. ¿Vas a tener ganas de leerlo?" Y me contesta: "Sí, pero si no es muy exótico".

En realidad quiere decir "Sí, pero si no es muy erótico". El hermano mayor lo tiene harto y él es un romántico perdido.