sábado, 27 de enero de 2007

Las sábanas y las ciencias sociales

Una de las razones por las que me hubiera gustado ser socióloga o antropóloga es porque hacen lo que ellos llaman trabajo de campo. El trabajo de campo es meterse en el ambiente que uno quiere investigar para verlo desde adentro, viviendo con la gente que uno quiere estudiar. Los ejemplos más conocidos de esto son los de los antropólogos que se van al Amazonas, o al África, y se ponen a vivir en alguna tribu perdida que jamás había tenido contacto con la civilización hasta que llegó el antropólogo y arruinó todo. En realidad, eso de vivir en tribus perdidas en lugares inhóspitos nunca me interesó demasiado, pero hay otros ejemplos que me resultan más atractivos.

Uno de esos ejemplos es el del joven estudiante hindú Sudhir Venkatesh del que nos cuentan Steven Levitt y Stephen Dubner en el capítulo más interesante de ese libro encantador que se llama Freakonomics. El joven Venkatesh se introdujo en una banda de vendedores de crack en los barrios negros de Chicago y vivió con ellos durante unos seis años, estudiando su modo de vida, su forma de hacer negocios y las motivaciones detrás de la criminalidad. El resultado visible de esos seis años fueron por lo menos cuatro artículos publicados junto con Levitt y el capítulo del libro al que me referí antes, además de un puesto de profesor en alguna Universidad bien pagada. De todas formas, tengo que reconocer que eso de instalarme en un ghetto negro de Chicago junto con un montón de matones maleducados que dicen todo el tiempo fuck you, man! tampoco es mi idea de cómo pasárselo bien en la vida.

Y ahora me acabo de enterar de otro ejemplo y este sí que me gustaría haberlo hecho yo. Una joven socióloga de la Universidad de Copenhague está publicando los resultados de su vida como telefonista en un burdel danés, una “clínica de masajes”, como se suele llamar eufemísticamente a estos lugares en Dinamarca, ya que en todos lados cuesta llamar a las cosas por su nombre y Dinamarca no parece ser ninguna excepción.

Cristina Alzaga, la joven socióloga de la que hablo, da toda la impresión, por su perfecto acento, de haber nacido en Dinamarca pese al apellido de origen vasco que a los argentinos nos suena a Revolución de Mayo. En algún momento de sus estudios esta joven descubrió que la literatura sobre prostitución estaba muy polarizada desde el punto de vista político y moral, como si los autores tuvieran desde el comienzo una posición tomada a favor o en contra de ella. Su objetivo entonces fue intentar una mirada sobre la prostitución desde la situación de las mujeres que la ejercen para hacer una descripción de la vida que llevan y de sus experiencias y vivencias sin intentar ningún juicio de valor al respecto. Del todo no lo consiguió, porque parece ser que ahora se le achaca estar defendiendo la prostitución, pero su experiencia parece haber sido bastante gratificante, como ella misma lo reconoce y a mí no me cuesta nada entender.

Cristina Alzaga llamó por teléfono a varios prostíbulos hasta que consiguió trabajo en dos de ellos como telefonista-recepcionista y responsable de todas las otras actividades logísticas que hubiera que hacer. Durante los varios meses que duró su estudio tuvo la oportunidad de descubrir qué había detrás de todas esas mujeres haciendo un trabajo estigmatizado por la sociedad y tuvo la oportunidad de vivir en carne propia la complicidad y la solidaridad que se crean en un grupo muy próximo y unido que comparte vivencias demasiado cercanas a las esferas más íntimas de los seres humanos. Cuenta también que en varias ocasiones las chicas le ofrecieron trabajar con ellas, pero que no quiso para poder seguir con su estudio tomando la distancia necesaria. Yo creo que para mí esa hubiera sido una de las tentaciones más difíciles de resistir siendo así de joven.

¿Por qué existe la prostitución? Uno podría pensar que en el mundo moderno, con tanta libertad sexual y pocas represiones religiosas o sociales, sería una actividad en vías de extinción. Sin embargo, no parece ser así. Una vez leí un artículo llamado “The theory of prostitution” donde, para analizar la demanda, el supuesto básico de la teoría era que a los hombres les gusta el sexo más que a las mujeres. El análisis de la oferta se hacía teniendo en cuenta que las mujeres pueden elegir entre vender sexo reproductivo en el mercado del matrimonio o sexo no reproductivo en el mercado del sexo y que eligen teniendo en cuenta el beneficio en cada mercado. De más está decir que el primer supuesto provocó en mí cierto sentimiento de incredulidad, así que durante un tiempo me dediqué a investigar entre mis amigos y conocidos qué opinión tenían al respecto. No conseguí poner nada en claro, aunque algunos contestaron que eso era cierto y otros que no. Una de las respuestas más interesantes que recibí decía que aunque a los hombres les gusta más, las mujeres tienen más capacidad, a lo que otro le respondió de qué servía tener talento para las matemáticas si igual no te gustaban. Yo creo que el gusto y el talento van casi siempre juntos, pero la discusión sigue en pie.

Hoy acabo de leer en Politiken una nota sobre un estudio que se hizo entre la población danesa y que se publicó en The Journal of Sexual Medicine. El estudio se llama “Sexual Desire in a Nationally Representative Danish Population”, la población representativa es de 10.000 personas, por lo que no tendría ninguno de los problemas de tipo estadístico que suelen tener estudios así y, desgraciadamente para mi intuición, parece darle la razón a las autoras del artículo anterior. Una de las conclusiones del estudio es que los hombres tienen casi siempre más ganas que las mujeres, en todos los grupos de edad. Otra, que lo que más hace disminuir el deseo en las mujeres es el matrimonio, los hijos y tener un trabajo importante. En los hombres el deseo disminuye con la edad y con la falta de un trabajo importante.

Esas conclusiones son más relevantes de lo que aparentan, ya que el supuesto de que a los hombres les gusta más el sexo que a las mujeres también se usa en Ciencias Políticas para explicar porqué las mujeres votan más a la izquierda que los hombres.

martes, 23 de enero de 2007

Tres cuentos

Mientras termino lo que estoy haciendo, lean tres cuentos que me gustaron mucho. Uno de un Árbol, otro de un Arbusto y otro de un Escriba haciendo política-ficción.

domingo, 14 de enero de 2007

Cien

Este post es el número cien que se publica en este blog. Y antes de escribir sobre otra cosa pensé que esta vez no tenía que olvidarme de hacerle un pequeño homenaje a ese hecho, como me olvidé cuando se cumplió un año desde el principio o las veces que el contador de visitas mostró un número terminado en cero (nunca astronómico, la verdad sea dicha). Cien posts no parece ser mucho en el poco más de un año y medio que llevo haciéndolo, pero sí un montón de letras si uno se pone a leer desde el principio. Por lo menos bastante más letras de las que yo me creía capaz de poner juntas cuando empecé.

¿Por qué empecé? Esa es la pregunta que me gustaría responder(me) en este post número cien.

Una de las razones fue para tratar de recuperar mi lengua, dieciseis años después de haber emigrado. Cuando me fui de Argentina dejé de escribir en castellano, primero porque me puse a aprender a escribir en danés, después en inglés y después —menos— en francés. Mientras me dedicaba a aprender a escribir en otros idiomas, y pese a que siempre sentí que me salía bastante bien, me daba cuenta que nunca podría hacerlo como en castellano. Pero con los esfuerzos de poner la cabeza en sintonía con los otros idiomas iba abandonando totalmente la práctica de mi lengua materna.

Otra razón fue que por la época en que empecé, el primer gran amigo que encontré en los quince años que llevaba afuera, uno de esos amigos a los que uno les confiaría lo que sea y con los cuales uno habla de todo y se divierte con todo, había dejado Bruselas y yo me sentía bastante sola. Además, sus necesidades epistolares no se correspondían para nada con las mías. En lugar de atosigarlo a cartas, preferí escribir lo que se me ocurriera para mí, pero la desventaja que tenía eso era que no lo podía discutir con nadie.

La última razón fue la de tratar de poner un poco en orden lo que me pasaba por la cabeza. Llevaba años manteniendo largas conversaciones conmigo misma en las que me argumentaba y me contraargumentaba, me convencía de una cosa y luego de la otra, me dedicaba a analizar algo desde un punto de vista y luego del otro y eso, para una persona que todavía tiene que escribir un par de cosas para terminar algo que empezó y dejó sin terminar, era bastante peligroso y poco consecuente.

Y entonces fue que descubrí los blogs. Y el resto es lo que está acá.

miércoles, 3 de enero de 2007

No al futuro

Llegó el año 2007 y mientras todos nos saludábamos deseándonos un feliz año y esperando que el mundo se convierta en un lugar mejor para vivir, un grupo de franceses se reunía en la ciudad de Nantes para expresar su protesta ante el cambio de año. "Non à 2007", tal era su slogan, que acompañado por frases como "¡El 2007 no pasará!" y la maravillosa, por su estatismo, "¡Ahora es mejor!", hacía un llamamiento a los gobiernos y a las Naciones Unidas para que detuvieran "esa carrera loca hacia el futuro". Los manifestantes se reunieron al fin de la tarde para impedir la entrada del nuevo año. La lluvia persistente en lugar de acobardarlos, los animaba. "Hasta el tiempo está en contra del 2007", bromeaban, cantando y calentándose con un buen vin chaud. Apenas después de las doce de la noche, resignados a lo inevitable, reciclaron su slogan, transformando entonces los cánticos en "Non à 2008".

Que esa manifestación sea en Francia parece un signo de los tiempos. Este año se cumplen 50 años del Tratado de Roma, el tratado fundacional de lo que hoy es la Unión Europea. Casi 50 años y unos cuantos Tratados después, Europa se aprestaba a festejar ratificando su Constitución cuando los franceses, uno de los Seis Fundadores, decidieron no aceptarla. Mi impresión todo el tiempo era que los franceses estaban votando en el plebiscito por algo completamente distinto a la Constitución. Y que eso completamente distinto era en cierta medida votar por la parálisis, por un no a los cambios, un no al paso del tiempo y de la vida. Francia justo ahora es como un gran gigante paralizado, una contradicción en un país que tiene una de las demografías más dinámicas de Europa, por lo que el envejecimiento de la población no los afecta demasiado. Tantos bebés en un país de la Vieja Europa es un buen argumento para mirar el futuro con más confianza, diría uno.

El "no" de Francia fue seguido por un "no" holandés, otro de los Seis, y Europa, a su vez, también quedó semi-paralizada. ¿Qué hacer con los países candidatos, con los países balcánicos, pero sobre todo con Turquía, que si entra será el segundo país más grande de Europa? ¿Cómo adaptar los mecanismos de decisión políticos a una Europa de Treinta o más, en lugar de sólo Quince? ¿Cómo revitalizar al Viejo Continente, para que no pierda posiciones en un mundo globalizado? ¿Qué hacer con las masas de inmigrantes de otros continentes, los que ya están y los que pujan por entrar, que también quieren su porción del Bienestar Europeo? ¿Cómo conseguir incluir en el Bienestar a los excluídos de Europa, las madres solteras, los jóvenes sin educación, los inmigrantes sin idioma, los desempleados sin futuro? Las respuestas a esas preguntas son, para mí, las que causaron el no de los franceses, como si los hubieran asustado tanto que al final la única opción posible, el único paso a seguir parece ser quedarse quieto y decir "¡ahora es mejor!", aunque en realidad no lo sea.

Detener el tiempo es algo que queremos todos. Como me dijo mi suegro en uno de mis últimos cumpleaños "todos queremos llegar a viejos, pero no nos gusta ponernos viejos". Por eso hacemos gimnasia, ensayamos posturas raras, comemos (y tomamos) la máxima cantidad posible de antioxidantes, vamos al médico y nos gastamos fortunas en tratamientos de belleza y cremas antiarrugas. Lo mismo refleja esta situación; muchos queremos que el mundo cambie, pero el porvenir nos asusta y los cambios a veces no van en la dirección que queremos. Pero el paso del tiempo es inexorable, no es posible detenerlo, por lo menos no con manifestaciones y aunque lo fuera, no es seguro que eso nos haga más felices, que es, en última instancia, lo que busca la humanidad desde que el mundo es mundo, creo.