Una de las cosas que me pasaron cuando me vine a vivir a Bruselas fue que dejé de ver televisión. Un poco lo mismo que me pasó cuando me fui a vivir a Dinamarca, aunque en ese caso lo que pasó fue que dejé de oír música. Supongo que los cambios radicales llevan a un abandono de hábitos también radical o que el esfuerzo de adaptación hace que uno abandone antiguas costumbres.
El hecho es que la primera vez que escuché hablar de Sex and the City fue en el verano del 2003 en una fiesta de cumpleaños que hizo una de esas amigas trashumantes que uno tiene la dicha y la desdicha de conocer en esta ciudad de nómades, en la que decidió festejar sus cuarenta años como tres años antes para compensar el hecho de haber festejado sus treinta tres años después. Esta amiga mía es danesa y los daneses tienen algunas costumbres cumpleañeras que a mí me parece se tendrían que exportar al resto del mundo; una es que festejan a lo grande los cumpleaños terminados en cero, casi como se festeja un casamiento, la otra es que en esas fiestas de cumpleaños los invitados más cercanos le dedican al festejado canciones inventadas por ellos mismos y discursos para nada improvisados contándole todo lo que esa persona significa para ellos de una manera más o menos humorística pero siempre (bueno, casi siempre) cariñosa.
El caso es que mi amiga había invitado a todas sus viejas amigas de la facultad y una de ellas le dedicó un discurso totalmente inspirado en Sex and the City, donde hacía un paralelo entre cada una de ese grupo de amigas y cada uno de los personajes de la serie. De más está decir que yo me quedé completamente colgada y no entendí nada de nada, ya que no sólo no había visto jamás esa serie, sino que ni siquiera sabía de su existencia sobre la faz de la televisión pese a que ya andaba por su última temporada y en ese mes de julio del 2003 quizás hasta había terminado. Resultó ser que la cumpleañera tampoco la había visto nunca y para entender de qué se trataba el discurso de su amiga decidió cortar por lo sano y se la compró toda en DVD. Supongo que lo habrá hecho de a poco, al fin y al cabo era una señora ocupada y con nenes chiquitos y también habrá visto la serie de a poco, o no.
Hace un par de meses esta cuarentona precoz preparaba, junto a su retorno a Dinamarca, una de esas mudanzas familiares que le quitan el aire al más pintado, después de cinco años de haber juntado artefactos más o menos inservibles y en la lista que preparó para tal ocasión con las cosas que quería sacarse de encima estaba la colección completa de Sex and the City.
Yo miré la lista sin demasiado interés. A esta altura de mi vida una cuna de segunda mano o una colección de Duplo usados ya no tiene el atractivo que tenía hace unos años, pero la colección completa de una serie de televisión que nunca había visto y a mitad de precio me resultó bastante tentadora, así que me la reservé antes que cualquiera tuviera tiempo de respirar y me la traje a casa. Resulta ser que yo soy una señora ocupada pero con nenes grandes y un marido que estuvo tres meses fuera de casa, lo que me dejaba las noches completamente libres, así que durante el último mes, después de acostar a los chicos, me instalé en el sofá a ver los noventa y cuatro capítulos uno detrás del otro.
En el mejor estilo obsesivo-compulsivo que me caracteriza, me sentaba con la idea de ver dos o tres capítulos por vez, pero me encontraba a las tres de la mañana muriéndome de sueño después de haber visto entre seis y ocho. Una noche seguí de largo y vi doce de una sentada, apagué la tele, desperté a los chicos, les serví el desayuno, los mandé a la escuela, me duché, me vestí y me fui a trabajar, tiritando de sueño. El humor de perros que tuvieron que soportar mis colegas ese día todavía es tema de conversación.
Pero bueno, ahora ya entiendo de qué habla la gente cuando habla de Carrie, Samantha, Miranda y Charlotte. Entiendo un poco por qué la serie se convirtió en una especie de caracterización emblemática de la mujer bien educada, de clase media alta, un poco malcriada y caprichosa, que elige tanto que al final no le queda qué elegir. Me identifiqué con la historia de esas mujeres con características que yo asocio a mujeres diez años más jóvenes que yo, pero que sin embargo son de mi generación. Y aunque a veces me enojaba con esas chicas que no sabían más que mirar su propio ombligo ni satisfacer más que sus propias necesidades, sea de hombres o de zapatos, tengo que confesar que después de los noventa y cuatro capítulos me alegré bastante con el final de cuento de hadas. Y ahora reconozco otro código en el lenguaje de la gente.
Lo que todavía me quedó sin descubrir es a cuál de los cuatro personajes se parecía mi amiga, la del cumpleaños.