Don de lenguas
Cuanto más cerca está el idioma en el que te movés todos los días de tu idioma materno, más difícil se te hace evitar el contagio. Durante años, mientras hablaba danés, mi castellano argentino-patagónico se mantuvo incólume, inmutable. Sólo lo mezclaba, de vez en cuando, con palabras que designaban cosas o conceptos que no estaban en mi mapa mental de argentina, como dyne o rugbrød o ombudsmand o cosas así. Lo que en realidad estaba bien y estaba mal, porque, por un lado, no se me arruinaba el lenguaje, pero, por otro, se me había quedado como paralizado, detenido en el tiempo. Cuando empecé a hablar francés, me dí cuenta que la virginidad de mi castellano no había sido virtud mía, sino el resultado feliz de la lejanía entre el danés y el castellano (lejanía no del todo cierta, por otra parte, ya que hay montones de expresiones y de dichos que se dicen de la misma forma). El francés se metía, de a poquito, por cualquier intersticio que encontraba y de repente me encontraba diciendo no importa qué en lugar de cualquier cosa o ¿Es que tenemos café? en lugar de ¿Tenemos café?. Todo esto no lo había pensado mucho hasta el día en que encontré a mi súper amiga española y, mientras su hija aprendía a hablar en argentino en media hora gracias a mi hijo, el políglota, que a su vez aprendía los verbos más corrientes en modo imperativo en versión peninsular, nosotras nos contagiábamos como locas y nos reíamos como locas de todas las diferencias entre nuestros respectivos "idiomas".
Ahora tengo un cuidado bárbaro, y protejo a mi castellano con dialecto del cono sur como a una especie delicada en peligro de extinción. Lo que tiene sus ventajas y desventajas. Por suerte, el políglota está empecinado en ayudarme.