lunes, 8 de agosto de 2005

Sin ingredientes

Anoche tuve que volver a darle de comer a mi familia. Después de pasarme toda una semana sola, leyendo, viendo películas, saliendo de parranda y jugando con la compu hasta las 4 de la mañana (para levantarme a las 8 e ir a trabajar), hay que imaginarse cómo estaba la heladera de mi casa. Durante una semana comí gazpacho del cartón, platos preparados al microondas, ensalada de tomates, o nomás en restaurantes, y no pisé el supermercado ni de casualidad.

De todas formas, pensé que en casa había lo necesario para alimentar a un papá con sus dos hijos, hambrientos como estarían después de 10 horas de autopista del norte. Cuál fue mi sorpresa –y mi desesperación– al descubrir, en el momento de poner manos a la obra, que no tenía ni sal, ni ajo. Y el plan era preparar una pasta. ¿Cómo demonios hace uno para preparar una pasta sin sal y sin ajo? Ya estaba al borde de claudicar y llevar a mi familia a comer pasta a otro lado, lo que a mi marido le daría unas ganas de divorciarse irreprimibles, cuando decidí arreglármelas así:

Pelé una cebolla, la corté en gajos bien finitos y la puse a rehogar en una buena cantidad de aceite de oliva, le agregué un frasco de aceitunas descarozadas picadas y un frasco de alcaparras escurridas. Después de rehogar todo unos cinco minutos a fuego fuerte, le puse dos latas de tomates al natural picados y una latita de concentrado de tomate. Para condimentar, un poco de orégano, otro de albahaca y una pizca de pili pili (esto es lo que reemplaza en mi casa al ají molido). Quince minutos más a fuego muy suave, mientras se cocinaba la pasta.

Por suerte, tenía la pasta. Y también queso parmesano.

Ni se notó que no tenía ni sal, ni ajo.

Hommage a Blanca Cotta, que me enseñó a cocinar.
ñ

1 comentario:

Jorge_Mayer dijo...

Hola Ana. Soy redactor de los pocos posts que hay en Cuaderno Rivadavia. Te recomiendo que linkees Et in Arcadia ego, que es de actualización casi diaria porque no puedo prometerte que vuelva a andar por ahí.