miércoles, 22 de junio de 2005

Orillas

BRU es el único lugar de todos los lugares en que viví que no está a la orilla de nada. Mi primera orilla fue un lago del sur, agua azulísima y montañas nevadas, arena, piedras y un muelle en ruinas, con la madera lavada de años. Y todo azul. Olor a viento, a aire sin nada, a sol sin cuidados.

Mi segunda orilla, la ría de las mareas exageradas, toda de marrón y gris, con su olor a algas frescas y podridas, bicharracos acuáticos varios paseándose entre la vida y la muerte, atardeceres fulgurantes en un cielo enorme, cada arrebol un incendio deshilachado por el viento más feroz de la tierra.

Mi tercera orilla, la que miré sólo a veces, tan fascinada me tenía la ciudad orillera. Pero nada más romántico que la Costanera Sur para pasear con un novio-trampa, que te roba besos bien lejos de todo. Y toda la vista al río desde un séptimo piso en Libertador, donde en tardes claras se adivinaba la costa del Uruguay y se sentía el viento del Brasil.

Mis cuartas orillas, los fiordos daneses, agua en permanencia, la presencia del mar omnipresente que se disfruta en verano y en invierno, el olor a mar en continuidad. Y toda la felicidad del mundo al lado tuyo, amor.

Y de repente, me instalo en esta ciudad acogedora por lo cosmopolita, donde es fácil ser extranjero porque somos muchísimos y de todos lados, donde a lo mejor me pongo vieja y me convierto en abuela, y lo que le falta es una orilla. Lástima, porque así no sé si quiero. Y con el canal no me alcanza.

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